El sábado pasado al
mediodía recibí una llamada de mi compañera de despacho, una
postdoctoral francesa a quien llamaremos M, para preguntarme si
estaba disponible el domingo y me apetecía ayudarles a ella y a su
pareja, un científico local llamado G, a muestrear. Ya sabía a
dónde iban a ir y tenía cierta idea de qué harían, así que no
dudé en decir que sí. Aunque al rato, cuando me enteré de que
tendría que levantarme a las 5 am, me entraron ciertas dudas (en
parte porque esa noche tenía una barbacoa, y ya sabéis lo serios
que son esos eventos en Sudáfrica un sábado por la noche; pero qué
demonios, aún estoy en forma).
Dormí unas horas y fui al
punto de encuentro, aún sin encenderse el día. Me metieron en el
maletero de un coche, junto al material de muestreo, desde el que
iba viendo el sol salir sobre el mar, mientras nos dirigíamos a
la zona desde la que lanzaríamos el bote al agua. El lugar estaba
cerca de uno de mis sitios favoritos de Port Elizabeth, el faro del
Cabo Recife, lo que mejoró aún más las vistas del amanecer.
El patrón ya esperaba con
la barca a punto. Cargamos todo el material, echamos la
zodiac al
agua y nos subimos a ella para empezar a navegar en dirección a
Black Rocks, unos promontorios rocosos, que no llegan a islas, en el
otro lado de la bahía, y que albergan una colonia de unos 3000-4000
leones marinos. El trabajo allí consistiría en pesar, medir, marcar y tomar
muestras de pelo y sangre de todos los cachorros que pudiésemos
atrapar, y está dentro de un proyecto de conservación de la especie
en las costas de Sudáfrica y Namibia coordinado por G.
Navegamos durante 2 horas en una pequeña zodiac, cargada
de material, sobre un mar de fondo que, aunque ese día se presentaba soleado y apacible, el viento se había encargado de engordar durante la semana, generando olas más que considerables y que los surfistas más
madrugadores esperaban ya ansiosos cerca de la orilla (olas que más
tarde nos darían un par de buenas sorpresas). No es, por tanto, una
navegación en absoluto cómoda. Pero confieso que, entre alcatraces
del cabo, pingüinos, ballenas y cientos de delfines, no se hace tan
duro. Incluso, aprovechando que llevaba las gafas de sol y la cara
mojada por las salpicaduras, dejé que la emoción de ser consciente
de que estaba haciendo lo que más feliz me hace me arrancara un par
de lágrimas.
Llegar a los islotes no
fue complicado. El panorama impresiona desde el principio. Cientos o
miles de leones marinos literalmente
apiñados unos sobre otros en
ese par de rocas enormes, y otros cuantos cientos de individuos nadando alrededor de lo islotes.
El olor, por otro lado, ya lo veníamos sintiendo 10 km atrás.
La primera dificultad era
conseguir descargar todo el material sobre las rocas, y a nosotrxs
mismxs con él, a ser posible sin incidentes. G y M muestrean con cierta frecuencia ahí y
siempre encuentran el problema de que ningún patrón se arriesga a
cercarse demasiado a la rocas a no ser que la mar esté plana, cosa
rara por aquí. Pero tampoco es muy recomendable nadar los 10 metros
de seguridad que debería mantenerse alejada de las rocas una barca
en un día normal porque a los tiburones les encanta esa zona de la
bahía. G desembarcó primero de un salto ágil y le
fuimos lanzando el material desde el barco, para luego saltar M y yo
mismo, sin mayores problemas.
Y empezó el
trabajo.
Los leones marinos del sur de África, incluso los enormes machos de
cientos de kilos de peso, tienden a huir de los humanos ya que hasta
hace no demasiados años (en Namibia aún continúa haciéndose de forma legal) se les
mataba, ya fuera para carne, grasa, piel o simplemente para evitar
que compitieran por el pescado con los pescadores. Al principio
resultaba
cómico vernos correr detrás de los cachorros para
atraparlos sobre esas rocas tan irregulares y llenas de charcos en los
que lo último que quieres es meter un pie (más que agua, los
componen la orina y heces de los propios leones marinos). Pero al rato,
después de haber estado a punto de recibir unos cuantos mordiscos y
de sujetar durante horas a los cachorros que, ya atrapados, deben
esperar su turno para ser pesados y medidos, mi cuerpo no estaba tanto
para bromas.
En un momento dado,
G había ido al lado del islote por el que las olas suelen romper con
más fuerza con la intención de atraer a algún cachorro hacia donde
estábamos M y yo con todo el material de trabajo preparado. En ese
momento vimos, M y yo, un par de grandes olas acercarse y, mientras
discutíamos sobre si quienes la surfeaban eran delfines o leones
marinos (galgos o podencos), la segunda ola estaba ya rompiendo con fuerza sobre la zona a
la que G se había dirigido. Vimos que él ya estaba a unos 10
metros de nosotros, cuando nos dimos cuenta de que no tendría tiempo
de ponerse a salvo. Tuvo que agarrarse como pudo a las rocas. Cuando
la ola le pasó por encima, M y yo teníamos la mirada clavada en el
punto en el que G se había quedado, y respiramos aliviados al ver
que, después de pasada la ola, G seguía allí, imitando a una lapa. Pero
con todo esto no nos dimos cuenta de que, desde otro lado, esa misma ola venía hacia
donde estábamos M y yo, y apenas tuvimos tiempo de agarrar parte del
material, que estaba disperso por el suelo, antes de que el agua nos
llegara a las rodillas. Mientras poníamos a salvo lo que habíamos podido sujetar, M y yo gritamos al unísono “¡¿Tienes las muestras?!”
No las teníamos. Se habían ido al mar. Echamos a correr hacia donde la ola había
arrastrado el material y M vio la caja con las muestras flotando.
Afortunadamente era una cajita de colores vivos. G ya estaba
intentando recuperar todo el material que flotaba en la pequeña
ensenada que es el lugar favorito de baño para los leones marinos,
como podéis ver
aquí. Al
final sólo perdimos un par de cosas, que se hundieron en el mar. Y
fue una suerte que G hubiese podido aferrarse con suficiente firmeza
a las olas. Así que respiramos y continuamos trabajando.
Después
de medir a unos cuantos cachorros más, sólo quedaba la última
tarea del día: recolectar excrementos. Nos hicimos con una trientena de
ellos y empezamos a recoger el material y avisar al patrón para que
se acercara a por nosotrxs.
En
esta ocasión, yo salté el primero a la zodiac y M y G me fueron
lanzando todos los trastos desde las rocas mojadas. Cada vez que venía
una ola, el patrón tenía que meter toda máquina hacia atrás para
no acabar estampados contra las rocas. Necesitamos tres acercamientos
hasta que todo el material estuvo a bordo. Ya sólo quedaba volver a
por G y M. En el primer intento, M dudó justo en el momento de saltar y se quedó con el agua al pecho, sujeta por mí desde
la zodiac y por G desde las rocas, pero yo tuve que soltarla porque
el patrón ya empezaba a recular. M pudo remontar sin dificultad
hasta la altura de G. En el siguiente intento, cuando ya estábamos
pegados a las rocas y yo me preparaba en la proa para ayudarles
cuando saltaran, una ola nos cogió por sorpresa e hizo que la zodiac
golpeara las rocas, levantándola por completo de un lado. Y yo, que
estaba de pie, caí al agua. Mientras caía sólo pensaba en no
golpearme contra los rocas, cosa que, por suerte, no ocurrió, y en
cuento saqué la cabeza del agua busqué rápidamente la zodiac con
la mirada, la cual había vuelto a su posición original al
retroceder la ola. El patrón seguía en su sitio, así que, igual que los leones marinos que tenía alrededor, pegué un salto
para aterrizar sobre la barca.
El
siguiente intento fue ya más exitoso y pudimos emprender el camino
de vuelta, de nuevo con el sol frente a nosotros, cayendo, a lo
lejos, sobre el faro.
Al
llegar a tierra comprobamos que el barco tenía daños leves. Pero
era el momento de sentarse a tomar una cerveza y despedirse de un día
duro. Tan duro que mi espalda, entre los kilos de los animales, los
sustos, y los saltos y malas posturas en la zodiac, no me va a
permitir caminar erguido en toda la semana (y este jueves vuelvo a
salir al mar).
Pero
todo, absolutamente todo, mereció la pena. Las muestras están ahora
seguras en los ordenadores y congeladores respectivos, y M y G
preparan su próximo día de muestreo, en el que deseo que me
permitan acompañarles. Y los leones marinos, con más o menos
marcas, habrán olvidado ya nuestra visita y nadarán con la única
preocupación de los tiburones. Pero al menos podrán subir a tomar
el sol tranquilos en sus rocas, de las que ninguna ola podrá
moverlos.