jueves, 20 de marzo de 2014

Hogar con Ñ.

Mi avión sale dentro de dos horas, así que aprovecho esta mañana para bañarme en el sol y el viento de mi terraza. Mientras, con mi imaginación, dibujo sobre la bahía las criaturas que habitan el oceáno. Y me veo sobre olas, o mejor dicho, bajo ellas, que parece que vayan a engullirme y hacerme desaparecer. Tan diminuto soy. Pero desde aquí, las olas no son más que finos hilos que bordean la amplia bahía. Una bahía que, a su vez, es sólo un insignificante bache en el extremo sur dela costa este africana. Costa que simplemente llega a bordear el océano Índico por uno de sus costados. Y el océano Índico mismo, no más grande que la mitad del Atlántico (por no hablar del Pacífico). Tan diminuto soy. Y veo también las larvas que estudio, tan pequeñas que puedo colocar media docena de ellas sobre una de mis uñas. Y ya dominan los océanos infinitamente mejor que yo. Tan diminuto soy.

Pero volvamos al avión, que a estas horas ya he abandonado en Barajas, dejando muy atrás mi apartamento de Port Elizabeth (no más negro que mi reputación). Vuelvo al hogar, de visita, pero al hogar. Un hogar que se escribe con ñ porque es aquí donde viven la mayoría de mis seres queridos, amigxs y familiares incluídos.

Madrid no me podía recibir de mejor manera: los mejores amigos, los mejores vinos, las mejores tapas y la mejor primavera... del mundo, que creo que no es poco. Me pregunto, en días como el de hoy, qué he podido hacer yo para no merecerme esto.

Hasta pronto. Me voy a disfrutar (después de la siesta).

martes, 4 de marzo de 2014

Las sorpresas de trabajar por sorpresa.

El sábado pasado al mediodía recibí una llamada de mi compañera de despacho, una postdoctoral francesa a quien llamaremos M, para preguntarme si estaba disponible el domingo y me apetecía ayudarles a ella y a su pareja, un científico local llamado G, a muestrear. Ya sabía a dónde iban a ir y tenía cierta idea de qué harían, así que no dudé en decir que sí. Aunque al rato, cuando me enteré de que tendría que levantarme a las 5 am, me entraron ciertas dudas (en parte porque esa noche tenía una barbacoa, y ya sabéis lo serios que son esos eventos en Sudáfrica un sábado por la noche; pero qué demonios, aún estoy en forma).

Dormí unas horas y fui al punto de encuentro, aún sin encenderse el día. Me metieron en el maletero de un coche, junto al material de muestreo, desde el que iba viendo el sol salir sobre el mar, mientras nos dirigíamos a la zona desde la que lanzaríamos el bote al agua. El lugar estaba cerca de uno de mis sitios favoritos de Port Elizabeth, el faro del Cabo Recife, lo que mejoró aún más las vistas del amanecer.

El patrón ya esperaba con la barca a punto. Cargamos todo el material, echamos la zodiac al agua y nos subimos a ella para empezar a navegar en dirección a Black Rocks, unos promontorios rocosos, que no llegan a islas, en el otro lado de la bahía, y que albergan una colonia de unos 3000-4000 leones marinos. El trabajo allí consistiría en pesar, medir, marcar y tomar muestras de pelo y sangre de todos los cachorros que pudiésemos atrapar, y está dentro de un proyecto de conservación de la especie en las costas de Sudáfrica y Namibia coordinado por G.

Navegamos durante 2 horas en una pequeña zodiac, cargada de material, sobre un mar de fondo que, aunque ese día se presentaba soleado y apacible, el viento se había encargado de engordar durante la semana, generando olas más que considerables y que los surfistas más madrugadores esperaban ya ansiosos cerca de la orilla (olas que más tarde nos darían un par de buenas sorpresas). No es, por tanto, una navegación en absoluto cómoda. Pero confieso que, entre alcatraces del cabo, pingüinos, ballenas y cientos de delfines, no se hace tan duro. Incluso, aprovechando que llevaba las gafas de sol y la cara mojada por las salpicaduras, dejé que la emoción de ser consciente de que estaba haciendo lo que más feliz me hace me arrancara un par de lágrimas.

Llegar a los islotes no fue complicado. El panorama impresiona desde el principio. Cientos o miles de leones marinos literalmente apiñados unos sobre otros en ese par de rocas enormes, y otros cuantos cientos de individuos nadando alrededor de lo islotes. El olor, por otro lado, ya lo veníamos sintiendo 10 km atrás.

La primera dificultad era conseguir descargar todo el material sobre las rocas, y a nosotrxs mismxs con él, a ser posible sin incidentes. G y M muestrean con cierta frecuencia ahí y siempre encuentran el problema de que ningún patrón se arriesga a cercarse demasiado a la rocas a no ser que la mar esté plana, cosa rara por aquí. Pero tampoco es muy recomendable nadar los 10 metros de seguridad que debería mantenerse alejada de las rocas una barca en un día normal porque a los tiburones les encanta esa zona de la bahía. G desembarcó primero de un salto ágil y le fuimos lanzando el material desde el barco, para luego saltar M y yo mismo, sin mayores problemas.

Y empezó el trabajo. Los leones marinos del sur de África, incluso los enormes machos de cientos de kilos de peso, tienden a huir de los humanos ya que hasta hace no demasiados años (en Namibia aún continúa haciéndose de forma legal) se les mataba, ya fuera para carne, grasa, piel o simplemente para evitar que compitieran por el pescado con los pescadores. Al principio resultaba cómico vernos correr detrás de los cachorros para atraparlos sobre esas rocas tan irregulares y llenas de charcos en los que lo último que quieres es meter un pie (más que agua, los componen la orina y heces de los propios leones marinos). Pero al rato, después de haber estado a punto de recibir unos cuantos mordiscos y de sujetar durante horas a los cachorros que, ya atrapados, deben esperar su turno para ser pesados y medidos, mi cuerpo no estaba tanto para bromas.

En un momento dado, G había ido al lado del islote por el que las olas suelen romper con más fuerza con la intención de atraer a algún cachorro hacia donde estábamos M y yo con todo el material de trabajo preparado. En ese momento vimos, M y yo, un par de grandes olas acercarse y, mientras discutíamos sobre si quienes la surfeaban eran delfines o leones marinos (galgos o podencos), la segunda ola estaba ya rompiendo con fuerza sobre la zona a la que G se había dirigido. Vimos que él ya estaba a unos 10 metros de nosotros, cuando nos dimos cuenta de que no tendría tiempo de ponerse a salvo. Tuvo que agarrarse como pudo a las rocas. Cuando la ola le pasó por encima, M y yo teníamos la mirada clavada en el punto en el que G se había quedado, y respiramos aliviados al ver que, después de pasada la ola, G seguía allí, imitando a una lapa. Pero con todo esto no nos dimos cuenta de que, desde otro lado, esa misma ola venía hacia donde estábamos M y yo, y apenas tuvimos tiempo de agarrar parte del material, que estaba disperso por el suelo, antes de que el agua nos llegara a las rodillas. Mientras poníamos a salvo lo que habíamos podido sujetar, M y yo gritamos al unísono “¡¿Tienes las muestras?!” No las teníamos. Se habían ido al mar. Echamos a correr hacia donde la ola había arrastrado el material y M vio la caja con las muestras flotando. Afortunadamente era una cajita de colores vivos. G ya estaba intentando recuperar todo el material que flotaba en la pequeña ensenada que es el lugar favorito de baño para los leones marinos, como podéis ver aquí. Al final sólo perdimos un par de cosas, que se hundieron en el mar. Y fue una suerte que G hubiese podido aferrarse con suficiente firmeza a las olas. Así que respiramos y continuamos trabajando.

Después de medir a unos cuantos cachorros más, sólo quedaba la última tarea del día: recolectar excrementos. Nos hicimos con una trientena de ellos y empezamos a recoger el material y avisar al patrón para que se acercara a por nosotrxs.

En esta ocasión, yo salté el primero a la zodiac y M y G me fueron lanzando todos los trastos desde las rocas mojadas. Cada vez que venía una ola, el patrón tenía que meter toda máquina hacia atrás para no acabar estampados contra las rocas. Necesitamos tres acercamientos hasta que todo el material estuvo a bordo. Ya sólo quedaba volver a por G y M. En el primer intento, M dudó justo en el momento de saltar y se quedó con el agua al pecho, sujeta por mí desde la zodiac y por G desde las rocas, pero yo tuve que soltarla porque el patrón ya empezaba a recular. M pudo remontar sin dificultad hasta la altura de G. En el siguiente intento, cuando ya estábamos pegados a las rocas y yo me preparaba en la proa para ayudarles cuando saltaran, una ola nos cogió por sorpresa e hizo que la zodiac golpeara las rocas, levantándola por completo de un lado. Y yo, que estaba de pie, caí al agua. Mientras caía sólo pensaba en no golpearme contra los rocas, cosa que, por suerte, no ocurrió, y en cuento saqué la cabeza del agua busqué rápidamente la zodiac con la mirada, la cual había vuelto a su posición original al retroceder la ola. El patrón seguía en su sitio, así que, igual que los leones marinos que tenía alrededor, pegué un salto para aterrizar sobre la barca.

El siguiente intento fue ya más exitoso y pudimos emprender el camino de vuelta, de nuevo con el sol frente a nosotros, cayendo, a lo lejos, sobre el faro.

Al llegar a tierra comprobamos que el barco tenía daños leves. Pero era el momento de sentarse a tomar una cerveza y despedirse de un día duro. Tan duro que mi espalda, entre los kilos de los animales, los sustos, y los saltos y malas posturas en la zodiac, no me va a permitir caminar erguido en toda la semana (y este jueves vuelvo a salir al mar).

Pero todo, absolutamente todo, mereció la pena. Las muestras están ahora seguras en los ordenadores y congeladores respectivos, y M y G preparan su próximo día de muestreo, en el que deseo que me permitan acompañarles. Y los leones marinos, con más o menos marcas, habrán olvidado ya nuestra visita y nadarán con la única preocupación de los tiburones. Pero al menos podrán subir a tomar el sol tranquilos en sus rocas, de las que ninguna ola podrá moverlos.