martes, 30 de julio de 2013

Vacaciones en África.

Por fin. Mi primera semana de vacaciones desde que llegué aquí, hace casi... 4 meses. Ya me lo merecía. Y si no me lo merecía, me da igual.
Conseguí la mejor compañía para alcanzar los mejores lugares y vivir las mejores experiencias que se pueden tener en el África de Sudáfrica. Además, pude visitar Ciudad del Cabo como lo haría un turista. Y lo disfruté. Incluso un pasaporte perdido nos dió la oportunidad de subir a lo alto de Table Mountain, superando mi vértigo, comprobando cómo la gente no sabe dónde se juntan los océanos y alcanzando la cima de una ciudad que ya no puede más que desbordarse sobre el mar. De hecho, en las últimas décadas, su línea portuaria ha ganado más de medio kilómetro de terreno al mar. La bahía proteje los elementos urbanos que han ido creciendo en el lugar en que antes rompían olas, pero tal vez, algún día, el mar volverá a reclamar lo que le pertenece.
Ciudad del Cabo no es una ciudad en la que perderse sea del todo recomendable, pero con cierta cautela, todo es posible. Y el centro de la ciudad ofrece suficiente diversión para cualquer europex no español(a), así que camnar sus calles de arriba abajo, incluso después de caída la noche, resulta indispensable. Puedes encontrarte de repente en el local más frecuentado por los turistas, lleno y ruidoso, para escuchar el grupo que, con supuestos ritmos africanos, versiona en ese momento los éxitos de la historia del pop occidental hasta que paran de repente y alguien de entre las mesas se levanta para lanzarse a entonar ópera. Si sigues por la misma calle te cruzarás con los restaurantes más chics, donde blancxs disfrazados de postmodernos se deleitan con hamburguesas de autor, ocupando rincones entre los bares que frecuentan jóvenes de piel negra, con música a tope y siempre listos para beber cerveza barata y/o bailar. O un poco más allá, saliendo de la protección que da la jauría humana, pasas por delante de locales que elaboran, o fingen elaborar, sus propias cervezas, o de cafeterías donde desayunar se convierte en un viaje al paraíso.
Eso sí, moverse en autobús es, como ocurre en la verdadera África, un ejercicio de paciencia.
Dejar la pretendida ciudad Madre no fue en realidad difícil porque nos esperaba, en el otro lado, en el Indico, Port St. Johns. Imagino que ha crecido mucho esta ciudad, o este pueblo múltiple, desde que se hiciera localmente conocido por la calidad, y cantidad, de sus cultivos de mariguana.
Desde nuestra casa de cristal, malograda (para nosotras) la última noche, pudimos dormir golpeados por el viento que subía del mar entre la vegetación semitropical. Y nos despertó el sol, acompañado del ruido de las olas y los rebuznos de una burrita hambrienta. Al correr las cortinas apareció por fin ante nosotros la llamada 2nd beach, una de las tres playas de Port St. Johns. Sin embargo, esta playa es la primera en algo: en número de ataques de tiburón a humanos. La última víctima hace un par de meses. Y con las sardinas migrando a no muchos metros de la costa, arrastrando tras de sí aves, focas, delfines, ballenas y más tiburones, el baño dejaba de ser recomendable. No puse pegas a eso.
Una visita a una planta de té (Magua tea), que en su mayoría se exporta a granel a China y Pakistán, donde se empaqueta para venderlo al Reino Unido, posiblemente como té producido en estos dos países, nos dió la oportunidad de conprar medio kilo por unos 2 euros, y de entender porque todo estaba tan vació: lxs trabajadorxs llevaban días en huelga, entre otras cosas para reclamar que tanto fábrica como plantaciones vuelvan a ser propiedad de la comunidad.
Tras nuestra feliz compra llegamos a Magua Falls, la versión sudafricana de Victoria Falls. Más alta incluso que las cataratas de Zambia-Zimbaue, pero de cañón más estrecho y menor caudal, era un lugar del que no querrías moverte en mucho tiempo. De nuevo, mi vértigo fue puesto a prueba, y vencido por la grandeza del paisaje.
El día acabó con una puesta de sol sobre una pista de aterrizaje manchada de sangre y diamantes, con el río rompiendo las entrañas de la tierra para poder besar al océano que lo recibe con largas olas. A este lugar volveríamos para ver de nuevo el sol en el horizonte, pero esta vez en el lado contrario.
Los paseos por la playa, las subidas y bajas de escaleras precarias colgadas en acantilados que caían sobre la costa salvaje, las emociones de ver delfines surfeando las olas y ballenas desde la rocas, hicieron que el hambre nos obligara a buscar algo de comida local. Los pescadores del pueblo no tardaron en ofrecernos un par de las langostas del día por algo menos de 3 euros cada una. Así acabánamos nuestra última noche en la ciudad con el nombre equivocado.
El día siguiente requería estar descansado para conducir las 9 horas que lleva atravesar los 600 km que hay hasta Port Elizabeth, donde acabamos mis vacaciones con el viento castigándome la piel junto al faro.

viernes, 12 de julio de 2013

Lo que ocurre cuando llueve.

Y ocurrió. En tres días tuvimos en la ciudad dos apagones de varias horas cada uno, aunque no sé a cuántos habitantes afectaron. Se debieron, según las "autoridades", a sabotajes o robos en el cableado.
El primero me pilló por la tarde en el despacho. Aún era de día pero sin luz suficiente para seguir trabajando decidí irme a casa. Ni una luz. Tuve que acercarme a comprar algo para cenar y, de paso, una botella de vino para acompañar. Me fijé en que la pizzería estaba cerrada, pero el local de pollo frito seguía abierto, con tan sólo tres velas iluminando el mostrador. Era obvio que, salvo por algunas luces de emergencia en el supermercado y en la tienda de licores, nada funcionaba. Me pregunté qué venderían entonces en el local de pollo frito.
De vuelta a casa, por esas calles de mi barrio de las que luego hablaré y que esta vez estaban más oscuras aún de lo habitual, y casi sin luna, me dí cuenta de otra cosa en la que no había pensado antes. La gente que llegaba a sus casas a esas horas se veía obligada a salir de sus coches para abrir las puertas manualmente. Y se notaba lo incómodas que se sentían haciéndolo. Entonces noté que las alambradas electrificadas que coronan algunos de los muros no soltaban chispas esa tarde. La gente debía de estar aterrorizada en sus casas por tener que pasar la noche sin sus alarmas ni demás medidas de seguridad, además de por tener que pisar el peligroso asfalto para poder entrar en sus casas.
El tema de las alarmas en los hogares me chocó bastante al llegar. Ahora estoy acostumbrado, pero me ha provocado un par de sobresaltos.
Vivo en un anexo de la casa de la familia de mi casero. La semana pasada, estando la familia entera de vacaciones en Ciudad del Cabo, mientras yo cenaba, con una lluvia realmente intensa golpeando con fuerza en la calle, saltó una alarma que pensé que pertenecía a la casa de enfrente. Entre la lluvia y el golpe de sensatez que me dijo que si había alguien haciendo cositas malas seguro que no le apetecía ser visto, decidí ignorar la alarma y seguir con mi salchicha sudafricana. Pero a los 10 minutos alguien golpeó a mi puerta (corredera y de vidrio, con una reja interior como esas que se ven en los comercios cerrados en España). Eran dos agentes de la compañía de seguridad privada que mi casero tenía contratada. Supuse que habían saltado la valla al ver la luz de mi salón para preguntarme si había visto algo sospechoso en frente. Cuando les abrí, me encontré con dos tipos blancos, atléticos, con chalecos antibalas y pistolas enganchadas en los muslos, preguntándome si había visto u oído a alguien en la casa de mis caseros. Sí, resulta que la alarma era la de la vivienda pegada a la mía. Les acompañé a la parte de atrás de la casa (al marcharse de vacaciones, el propietario me pidió que cuidara de sus mascotas y diera de comer a sus perros, y me dieron las llaves para acceder a la parte de atrás del patio, junto con el mando a distancia de la alarma exterior). No había señales de que nadie hubiese intentado forzar ninguna ventana, así que dedujimos que fue la misma lluvia (el mismo amor) la que hizo saltar la alarma, les abrí las puertas para que pudieran salir sin tener que saltar la valla de nuevo, y volví a mi salchicha. Fría.
El segundo susto fue hace dos noches, cuando a las 2:20 am me despertó una llamada de teléfono. Al ir a responder, el móvil se quedó sin batería y se apagó, sin que hubiese tenido tiempo de ver quién me llamaba. Y entonces noté que estaba sonando la alarma de la casa en la que vivo (estos días mi compañera de piso está fuera). Me levanté, apagué la alarma, recorrí la casa, me asomé a la calle, y vi que la ventana del baño estaba abierta. Por lo general la cierro antes de acostarme, pero esa noche no lo hice, y el viento había hecho que, al mover la ventana, se disparara la alarma. Quien me llamaba por teléfono era la mujer de mi casero, desde el interior de su casa, a dos metros de esa ventana, pero eso lo he sabido hoy, después de encontrarme con ella en la entrada. Aunque por la ventana del baño, con rejas como las demás, no podría entrar nadie, ahora tengo claro porqué me recomiendan cerrarla siempre. De todo modos seguiré sin querer que se conecte la ventana de mi habitación a la alarma, para poder disfrutar de la brisa en las noches de verano.

Vuelvo ahora al tema de las calles. La foto que (ahora no) veis es de un par de casas de la calle en que vivo. Exacto. Es como vivir dentro de una cárcel, con alambre de espino o electrificado. Qué manera tan irónica de evitar a los delincuentes. Muchas casas están diseñadas de forma que sólo se puede acceder a ellas a través de los garajes, generalmente con espacio para dos coches, de modo que nadie que las habite tenga la necesidad de salir a la calle en ningún momento. No hay aceras. Las ciudades están diseñadas para la vida en coche. Incluso salir unos minutos, a comprar el pan por ejemplo, si hubiese algo parecido a panaderías, o lo que sea que se compre en cinco minutos, y recorrer 300 metros entre la casa y el centro comercial, se hace en coche.
Las únicas personas que veo caminar por las calles son las que me cruzo al ir a la universidad por las mañanas. Gente que llega a trabajar en las casas de este barrio de clase media (de la que mira hacia arriba), ya sea para cocinar, limpiar, arreglar el jardín, lavar los coches, regar el césped, cuidar de las niñas y niños en vacaciones escolares, etc.
Ni siquiera la bicicleta, ese elemento imprescindible en el África más pobre, donde no hay coches ni recursos para mantener burros o caballos, es común aquí.
En mi camino de casa al campus, a pesar de ser un trayecto llano, y del clima más que agradable que acompaña a la ciudad casi todo el tiempo, sólo algunos días, pocos, me cruzo con una o dos personas más en bici (bueno, más que cruzármelas, las adelanto ;)). Hay coches, y sobre todo esas furgonetas que llaman taxis, que me pasan a medio metro. Otros cuyo conductor o conductora no sabe cómo reaccionar al verme dentro de la única rotonda que atravieso en el trayecto (hay otra, pero la esquivo); parece que no van a frenar, lo que me hace dudar y frenar a mí, lo que a su vez les hace dudar más y amagar con pequeños frenos. Así hasta que no tiene más remedio que frenar del todo o seguir. Afortunadamente, excepto algunos días en horas punta (en torno a las 7:30 am y las 4:30 pm), no hay mucho tráfico y es fácil controlar a los vehículos, que se ven venir. También hay veces que parezco invisible, como si no pudiesen siquiera concebir la idea de alguien montando en bicicleta para ir a trabajar y, por tanto, algo que se obvia, que no está ahí en realidad. No en vano soy, junto con otra persona, la única que va en bici a la facultad.
Sin embargo, el combustible tiene precios muy cercanos a los de España, con la diferencia de que los salarios aquí son significativamente más bajos, aproximadamente la mitad si hablamos de rentas medias, es decir, excluyendo las más bajas (el salario mínimo interprofesional es de-------------) y las más altas (la gente más rica aquí puede serlo tanto como en España), y que los coches son, por lo general, grandes, muy grandes.

El estilo de vida americano se ha impuesto en un lugar que no puede permitírselo (sin que existe algún sitio que pueda permitírselo en este planeta), y eso acabará pasando factura a un país que prefirió renunciar a un buen pedazo de su resiliencia a cambio de vivir la vida del blanco que salía en la tele. Eso sí, dejando atrás a las personas que no han sido capaces de seguir el ritmo y cubriendo de alambre de espino las calles para que no se les ocurra asomarse a envidiar aquello que nunca tendrán (el párrafo final ha sido eliminado por el editor al considerarlo típico del discurso paternalista occidental).