martes, 30 de abril de 2013

Las noches, la ciencia y el humor.

La noche del miércoles de la semana pasada, llegando 'tarde' a casa tras asistir en la universidad a una proyección del documental Thin Ice, seguido de un debate algo cómico, por describirlo de alguna forma, se me ocurrió mirar al cielo antes de entrar en el patio... y no reconocí, de entre todas las luces, más que una luna invertida.

Tres noches he estado en la calle hasta más tarde de las 20:30, cuando el sol ya se ha ido por completo. Ninguna de las dos me pasó nada. La del documental fue una. Otra, la semana pasada cuando, junto a unas compañeras de la facultad. Salimos para despedir a una chica alemana que vuelve a Europa tras acabar aquí su doctorado. Fuí, obviamente, transportado, junto a otras 3 personas en la parte trasera de lo que aquí llaman bakkie, algo así como una ranchera. Es bastante común aquí ver a gente siendo transportada en la parte trasera de este tipo de vehículos. Llegamos, tras 20 minutos de conducción acelerada, a la puerta un local que no sabría situar en un mapa ni volver a encontrar. Era un barrio tranquilo, o al menor silencioso. Tan silencioso que me sentí mal al salir del coche entre risas por la conversación que teníamos.
En el bar vendían comida con un estilo bastante norteamericano, nada especial, pero tengo que reconocer que lo que probé no estaba malo. La cerveza local era relativamente barata, perotengo que reconocer que la que probé era bastante mala. También tenían la opción de que, si traes tu propia botella de vino, te la abren en el local a cambio de la llamada 'tasa de descorche'. Una grand idea. Y había un espectáculo de stand-up comedy. Un evento interesante, por la oportunidad que ofrece el humor de conocer la cultura de un país o de un pueblo, más que por lo gracioso que pudiera ser. Las bromas difícilmente mejoraban los clásicos chistes de tono machista del 'chúpame la polla', o las burlas, más o menos elaboradas, hacia figuras públicas como Caster Semenya. Y la gente se reía.
Tan cómico como el espectáculo del bar fue el debate que he mencionado antes sobre el cambio climático. Parece que hay gente que también se ríe de ese tema aquí. Me llamó la atención la escasa asistencia de gente de color (no sólo hay negrxs y blancxs en Sudáfrica; también hay "tonos intermedios" que eran usados como características definitorias en sus documentos de identidad durante el apartheid: cuanto más oscura era la piel, menos derechos tenían), pero ya me habían explicado que las ciencias ambientales no están entre las opciones favoritas de lxs universitarixs de color aquí. En fin, el debate. Con un moderador ciertamente incompetente, dos de los mayores expertos en cambio climático del país y un grupo de 8 estudiantes de diversas disciplinas la universidad (no entendí con qué criterio se eligieron, porque había tan solo una estudiante de ciencias, precisamente una chica recién doctorada de mi departamento, y el resto eran estudiantes de arte y humanidades), fue bastante aburrido, con la excepción de las intervenciones de uno de los estudiantes de arte, el único negro del panel, criticando, sin lógica aparente y sin conexión directa con el tema de debate, el sistema capitalista y las consecuencias que tiene para la gente más pobre, y para el planeta. Seguro que no le faltaba razón, pero me temo que estaba fuera de lugar. Mientras este chico hablaba sin control, el moderador no sabía más que pedir que le cortaran el micrófono y no parecía verse capaz de guiar el debate por un rumbo racional, haciendo también evidente su falta de respeto hacia el chico que tenía la palabra. Así varias veces.
Más tarde, de entre el público se alzó una voz esgrimiendo ciertos argumentos en contra de la urgencia de combatir el cambio climático. Dijo, por ejemplo, que nunca había asistido a un funeral de alguien cuya causa de la muerte hubieses sido "el cambio climático", y que ahora los países desarrollados no deben decirles a los pobres que no pueden crecer como lo han estado haciendo los primeros hasta ahora a costa de los segundos. Las "comprensibles" afirmaciones de este otro chaval fueron debidamente desacreditadas por uno de los expertos del panel. Pero para mí ya había sido suficiente comedia, ya me había podido hacer una idea de la difícil situación a la que se enfrenta este país, y posiblemente sea igual en todos los países en vías de desarrollo, para poder educar a la enorme masa de población joven que, precisamente por ese falta de educación de base, lucha por llegar a un trabajo estable y lucrativo lo antes posible en lugar de invertir en un futuro a largo plazo.

Parece que, definitivamente, están en el senda de cometer nuestros mismos errores, y ahora con la idea de que cualquier otra opción sería injusta para ellxs. Faltan décadas para que en países como éste se oiga la palabra Decrecimiento.
Si nosotrxs, desde el primer mundo, pensamos que lo que reclaman es justo (y lo es), hemos de ser conscientes de que no existe para ellxs, en este planeta (ni en ningún otro, por las mismas razones) la posibilidad de llegar a la altura de desarrollo a la que hemos llegado nosotrxs (y que empieza ya su cuesta abajo). Si queremos justicia plena deberíamos renunciar de forma inmediata a tantas cosas, que no mucha gente en el primer mundo podría siquiera sobrevivir.

lunes, 22 de abril de 2013

La nación del arcoiris.

Desde que llegué a Port Elizabeth, hace casi 3 semanas, he visto el arcoiris un par de veces. Siempre, curiosamente, enmarcando, bajo las nubes, el edificio de biología en el que trabajo. Pero no es de este arcoiris del que quiero hablar hoy.

Sudáfrica es el único país africano, y uno de los pocos del mundo, que ha legalizado el matrimonio homosexual. Es, desgraciadamente, un enorme mérito para un país como éste, creo yo. Pero tampoco voy a hablar ahora sobre la justicia social y la igualdad en Sudáfrica.

O tal vez sí.

Primero os contaré un poco sobre mi compañera de 'casa', Daphne, sin cotilleos. -Sí, sí por fin me he instalado en el que será mi hogar hasta, por lo menos, el 30 de noviembre, cuando finalice el contrato de alquiler.- Es estudiante de cuarto curso (aquí lo llaman Honours, y vendría a ser la antigua licenciatura española; no demasiada gente decide seguir estudiando después del tercer año, ya que con ese título esperan conseguir trabajo rápido y empezar a buscar su lugar en la clase media) de algo parecido a una ingeniería de obras. Muy tímida, limpia, ordenada, perfeccionista (según sus propias palabras), poco habladora, y gran amante de la tele-basura (no hay otra aquí tampoco) y de la Biblia (libro-basura). Pero es una chica agradable, y con la que se puede hablar cuando se ponen ganas.
Pues bien, ella, como toda su familia, es de Limpopo, la provincia más septentrional de Sudáfrica y que, sin ser la más grande de las 9 provincias del país, es la única que hace frontera, a la vez, con Mozambique, Zimbabue y Botsuana. Tiene, además, el mayor porcentage de población negra del país (más del 97%). Pero lo que más me llamó la atención de lo que me contaba Daphne es que sólo en esa provincia se hablan, además de los 'obligatorios' inglés y afrikáans, al menos otros 5 idiomas. Daphne habla 3 de ellos, a parte del inglés y de lo que ella considera su escaso afrikáans. Y yo me quito el sombrero.

Y aquí es donde llega la parte del arco de san Martín. Sudáfrica se define a sí misma como 'la nación del arcoiris' por su gran diversidad de razas, pueblos, etnias, tradiciones, etc. De hecho, son 11 los idiomas oficiales del país. Inglés y afrikáans, por supuesto, pero también otros 9 lenguajes que han sido institucionalizados (aunque en realidad existen más que no son oficiales). De estos 9, el zulú, de la costa Este, y el xhosa, en la región en la que vivo (el Cabo Oriental) son los más extendidos.

Sin embargo, Daphne, como la mayoría de sudafricanxs, sólo aprendió inglés y africáans en la escuela. El resto se aprenden en la calle. Curiosamente, desde el fin del appartheid, son pocos los colegios en los que se enseña alguno de los idiomas cooficiales que no sean inglés y africáans.

Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que hay tanto empeño porque brille el sol en Sudáfrica que ya casi no dejan que aparezca un arcoiris colgando de las nubes.



PD: por si aún hay confusión, el afrikáans no es un idioma de origen propiamente africano, sino el nombre que le dieron al idioma que desarrollaron aquí los colonos llegados de Holanda. Pero esto es otra historia.

domingo, 14 de abril de 2013

Irongirls.

Hoy ha sido uno de los pocos domingos de mi vida en que he madrugado sin verdadera necesidad. A las 7 ya estaba tomando fotos en la calle, y he bajado rápido al mar a ver y fotografiar a lxs participantes del Ironman. Esta gente merece todos mis respetos.

Después he vuelto al B&B en el que me alojo este fin de semana (una habitación diminuta, ya que estaba todo reservado precisamente por el Ironman), y he desayunado con tranquilidad, rodeado de aves extrañas, y mecido por sus cantos, que pasaban a visitar a las varias parejas de distintas especies de loros sudafricanos que mantienen en el patio. He charlado un rato con la dueña del hostal, quien, orgullosa, me ha hablado de lxs demás huéspedes, la mayoría de lxs cuales estaba compitiendo en ese momento, reseñando la presencia en una de las habitaciones de uno de los favoritos, así como la de alguien que ya ha participado varias veces y de una chica de 20 años que se estrenaba hoy. Me ha enseñado tambíen, con más orgullo aún, la foto de su hijo cuando hace 2 años acabó un Ironman. 

La gente de esta ciudad, si generalizamos mucho, se puede distribuir en 2 grupos. Uno, el compuesto por personas con sobrepeso, y otro el que forman aquellas personas adictas al ejercicio. A veces me he encontrado con personajes indecisos, que o bien no estaban en ninguno de los dos grupos o, más curiosos aún, podrían encajar en ambos.

Yo estoy más en el segundo ahora, creo. Sobre todo después de que el día de mi cumpleaños, el lunes pasado, me comprara una bici de montaña (bastante más baratas aquí que en España). Ya tengo medio (no miedo) de transporte. Creo que no me compraré un coche al final, como tenía pensado. Cuando quiera escaparme un fin de semana y mis piernas no puedan llevarme, alquilaré uno. Mientras tanto, usaré mis dos ruedas impulsadas con biltong (ya hablaré del biltong otro día), o alguno de los pocos autobuses de la ciudad.

La ciudad, formada sobre todo por casas bajas con amplios jardines, es tan extensa que resulta imposible atravesarla a pie, ni tan siquiera en bici (además tiene alguna colina considerable), en un tiempo prudente. Una ciudad de esta extensión en Europa tendría más de 10 millones de habitantes, mientras que aquí, todo el área metropolitana, llamado Nelson Mandela Bay Metropolitan Municipality, apenas supera el millón. La escasa densidad de población otorga además a las calles alejadas del centro de la ciudad una sensación inhóspita, y más aún cuando cae la noche y se aprecia la escasa (aunque suficiente, diría yo) iluminación de las calles y aceras en comparación a lo que vemos en España. Supongo que eso no ayuda mucho a pensar que la gente simplemente no sabe lo que dice cuando repetidamente me advierten de que no se me ocurra volver a casa caminando o en bici una vez haya caído el sol (lo que tampoco me deja muchas alternativas, pues ya está anocheciendo a las 6pm y los autobuses acaban poco después). A veces tengo la necesidad de salir a la calle a las 11 de la noche y comprobar por mí mismo qué está ocurriendo ahí fuera...

Me hubiese gustado estrenar la bici al día siguiente de comprarla, pero justo ese día tenía que sumergirme en el agua del estuario de la ciudad por primera vez. Acompañaba a Nadine y dos de sus estudiantes a recoger muestras. Fue el único día sin sol desde que he llegado aquí, pero aún así lo cierto es que lo pasé bien. Recorrimos el estuario de arriba a abajo con un pequeño barco, lanzándonos al agua, que no alcanzaba la altura de la cintura, para capturar peces y plancton con redes manejadas a mano y arrastradas contra corriente. El miércoles me consoló saber que las demás también tenían agujetas.
Mi trabajo, de momento, consiste en leer, en aprender todo lo que nunca supe sobre los estuarios, esos lugares maravillosos que tan lejanos nos resultan en el Mediterráneo.

viernes, 5 de abril de 2013

Del imperio romano a las colonias holandesas

"Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos". Así acaban la memorias de Adriano, tal y como las contó M. Yourcenar. Y con esa frase rondándome la cabeza me dormí la última noche que pasé en Oviedo. Podría sonar poco halagüeño, pero si dicen que morir es pasar a mejor vida, la interpretación es muy diferente. Y aquí, en Sudáfrica, la religión parece lo bastante importante como para tomarse esa idea en serio. Así que me preparé para pasar a esta otra vida con los ojos bien abiertos.

Desde el avión, a medida que descedíamos, y una vez dejadas atrás las nubes -tan blancas que la luz que reflejaban era cegadora, pero a la vez tan sólidas que me parecía posible arrancar un cacho de ellas-, la sensación se tornó muy extraña. Había visto ya tantas fotos de este lugar que reconocía cada edificio, cada roca de la costa, cada ola que rompía contra ellas, y sin embargo todo me era tan poco familiar. Era como haber vuelto a un lugar en el que se ha vivido un tiempo pero por el que no se había vuelto a pasar en más de 20 años.

Se abrió la puerta delantera del avión y nada más dar el primer paso hacia la escalera, la brisa marina casi me paraliza. No por su fuerza, más bien todo lo contrario. Era tan suave, tan agradable, que sentía la necesidad de quedarme ahí parado respirándola por unos minutos, o unas horas, hasta saturarme, hasta que mi propio organismo pudiera pasar a formar parte de ese ambiente y su olor medio dulce (a marula, posiblemente). Desafortunadamente había más gente detrás de mí que quería salir del avión, y supongo tambíen que éste tendría que volar de nuevo en algún momento.

El día era soleado, y, aunque tuve la impresión de que las nubes estaban justo encima de la ciudad cuando las atravesamos, desde tierra apenas veía alguna perdida en lo más alto. Aunque el otoño no está más que empezando, ha estado lloviendo muchísimo las últimas 2 semanas, y me encontré con tonos verdes allá donde no había asfalto ni ladrillos.

Me esperaba en el aeropuerto la que será/es mi jefa (Nadine) durante los próximos meses, y el recibimiento, tengo que decirlo, no pudo ser mejor. Gracias a ella, a las pocas horas de mi llegada ya tenía una cuenta en el banco, un número de teléfono sudafricano, comida para unos días (Nadine ha insistido en cubrir todos mis gastos diarios hasta que empiece a cobrar, a finales de este mes), información en exceso y un sitio más que agradable en el que alojarme hasta que se quede libre el apartamento que la propia Nadine finalmente escogió por mí. Será un apartamento compartido con una estudiante local (de la que no tengo demasiadas referencias, creo que debido a su introversión...), pero con espacio y luz más que suficientes, y lo bastante cerca de la universidad como para ir andando, o en la bici que compraré este sábado acompañado por Nadine. Lo cierto es que podría vivir incluso en el B&B en el que estoy alojado ahora; una habitación en la que, gracias a la insistencia de Nadine, han colocado una pequeña cocina, una mini-nevera y posiblemente me instalen también un microondas. Tengo una cama grande y cómoda, un baño limpio y luminoso, y una ventana junto a la puerta, también acristalada, a través de las que puedo ver el mar.

Necesitaba descansar, así que después de un rápido tour en coche por los alrededores, Nadine me dejó en el B&B. Pero aún quedaba un rato de sol, por lo que decidí aprovecharlo (aquí ahora empieza a anochecer entorno a las 6). Dí un paseo junto al mar durante el cual me crucé, por un lado, con docenas de personas de todos los colores, tallas y capacidades pulmonares haciendo ejercicio y, por otro, con jóvenes, más o menos esbeltos, intentando surfear largas olas junto a las rocas. Después de un rato caminando hacia el Sureste, a lo largo de la orilla del Índico, me giré y allí lo ví de nuevo, como si hubiera estado esperando mi regreso todo este tiempo para volver a mostrarse. Era la razón por la que, la primera vez que pisé África (que fue precisamente en este mismo país), me prometí a mí mismo que algún día viviría en este continente. La puesta de sol. Ocurría tras los edificios, despidiéndose así del mar por el momento, y dejando un aúrea rosada sobre la ciudad, que se alargaba en la zona del puerto, grande, como si se hubiese quedado enganchada en las enormes grúas, y tiñiendo el resto del cielo de un color que no existe, que se ve, que se siente, pero que ni se nombra ni se describe.

La ciudad, aparte de las zonas comerciales, no está apenas iluminada por la noche, así que, siendo mi primer día, lo mejor era empezar a buscar mi camino de vuelta a casa.

Me despierto descansado y con ganas de resolver todo el papeleo necesario en la universidad (que sabiendo cómo funciona la administración en África, podría llevarme varios días). Desayuné en un banco de madera que hay frente a mi habitación, empezando el día con el tímido saludo de un pequeño reptil que me miraba curioso. Nadine pasó a recogerme a las 8:30. Con la ayuda de la asistente de Nadine pude hacer casi todo el papeleo en un sólo día, y por la tarde ya empecé a sumergirme en el fascinante mundo de los estuarios del hemisferio sur. Tan pronto como la semama que viene acompañaré a Nadine y una de sus doctorandas a recoger muestras (peces y zooplancton) a un estuario cercano, así que mejor saber cuanto antes el qué/cómo/dónde. Aunque en realidad, los muestreos para lo que será aquí mi trabajo no empezarán hasta septiembre, poco después de la época de reproducción de las especies que estudiaré aquí, y de las que hablaré más adelante.

Al final del día, Nadine me trajo de vuelta al B&B. La visión de la tarde anterior de la gente en ropa deportiva corriendo a lo largo del paseo marítimo me sirvió para animarme a emularlos. Y, al regresar de mi corta carrera, frente a mi habitación esperaba un pequeño grupo de ibis  (Bostrychia hagedash) para darme las buenas noches antes de irse a dormir.