domingo, 26 de mayo de 2013

Síndrome de Stendhal

Llevo sin escribir aquí más días de los que me gustaría, no tanto por falta de ganas como por falta de tiempo. Y como las últimas entradas han sido más para ir contando lo que voy aprendiendo del país en el que vivo y no para hablar sobre mí, voy a cambiar ahora de tercio. Al fin y al cabo esta bitácora fue creada con la idea de contar mis experiencias en Sudáfrica. Que he venido aquí a hablar de mi libro aún no escrito.

Es cierto que mis experiencias no habían sido especialmente intensas hasta la fecha, en parte porque le estoy dedicando al trabajo más tiempo de lo que acostumbro, y en parte también porque el hecho de haber estado antes en el sur de África hace que me sorprenda menos de lo que me rodea- a pesar de que en realidad muchos aspectos cotidianos de Sudáfrica, aún siendo un país poco “africano”, puedan parecen algo chocantes a quienes venimos de Europa-.

Pero precisamente gracias a mi trabajo tengo algo nuevo que contar (y seguro que será el mismo trabajo el motivo de futuras aventuras). Mi labor aquí, en la universidad, consiste en estudiar la condición nutricional de las larvas de cierta especie de pez que sólo se da en los estuarios del sur de África (Gilchristella aestuaria), y relacionar su estado de salud con la calidad (contenido energético) y cantidad de alimento (plancton) disponible. De esta forma se podrían llegar a establecer prioridades a la hora de proteger unos estuarios con mayor urgencia que otros.
Los primeros meses tengo que dedicarlos a diseñar y testar una metodología que sea adecuada para evaluar el estado nutricional de estas larvas. El primer paso, más allá del ordenador, consiste en salir a capturar estas larvas en los estuarios Y a eso me he dedicado la última semana y media.
Sorprendentemente, el primer estuario en el que muestreamos, donde con más facilidad esperábamos capturar larvas, no fue nada fructífero (de hecho capturamos un total de 8 larvas, y necesitamos casi 1000 por estuario). Los siguientes días, ya en otros estuarios, la cosa fue mejorando.
Teníamos ya todas las larvas que necesitábamos de uno de los estuarios, y a la noche siguiente (el pasado jueves) teníamos que capturarlas en otro, el del río Kariega. Según mi jefa, el escaso aporte de agua dulce en este estuario iba a hacer difícil encontrar larvas, así que nos habíamos mentalizado (y preparado una buena caja de perritos calientes caseros) para estar toda la noche muestreando, si hacía falta. Pero resultó ser el muestreo más rápido y fácil de todos lo que habíamos hecho hasta el momento.
Y no sólo conseguí todas las larvas que necesitaba para empezar mis análisis, sino que pude descubrir uno de los paisajes más fascinantes que he visto en Sudáfrica. Toda parecía estar en sintonía para hacer de esa noche un gran recuerdo. Lanzamos el barco al agua, cerca de la boca del estuario, con la marea alta y los colores marinos tomando posesión del estuario, con el sol ya bajo y la luna llena asomando, y empezamos a remontar el estuario en busca de agua dulce. Fue uno de esos momentos en los que sufro de síndrome de Stendhal, pero en naturaleza viva, con palpitaciones, taquicardias, ansiedad al pensar que ese momento en ese lugar no durará siempre e incluso algo que no sé si eran lágrimas, o el río que me salpicaba en la cara.
El reflejo de la luna nos marcaba el rumbo a través de los meandros de agua verde oscura, que resultaba cálida al salpicarme en las manos y la cara cuando aceleraba el barco. Las vegetación de las orillas, tan frondosa que hacía imposible desembarcar, se arrojaba sobre el agua, pero en el último momento parecía arrepentirse y se quedaba suspendida a unos centímetros de la superficie.

Ya estaba todo lo oscuro que la luz de la luna permitía cuando empezamos a muestrear, y en unas dos horas ya teníamos a bordo todas las larvas que íbamos a necesitar, así que apagamos el motor y, mientras recogíamos las larvas de menos de 2.5 centímetros, una a una, nos dejamos llevar hasta ser detenidos por las ramas que asomaban en la orilla.
Las tres personas que estábamos en el barco concentrábamos nuestra mirada y nuestros respectivos frontales en la bandeja con las muestras, mientras escuchábamos los sonidos que nos regalaba el lugar. Las aves peleando por un buen sitio para dormir, los hipopótamos bostezando, las hienas contando sus últimos chistes antes de salir de caza, y los elefantes dejando claro que no querían ser molestados. A medida que los sonidos se hacían más frecuentes, fuimos tomando conciencia de que estar a un metro de la orilla sin poder saber qué había exactamente detrás de la vegetación, y sabiendo que los leopardos son aficionados a los antílopes que bajan a beber agua, no era la idea más sensata, así que terminamos todo lo rápido que pudimos, echando cada vez más vistazos con las linternas hacia las ramas, y volvimos a encender el motor.

Después de romper ese maravilloso silencio salvaje que nos había rodeado esa tarde, recorrimos algo más el río, hasta donde las rocas nos dejaron (rocas que marcaban el principio del territorio de los hipopótamos), contentos de haber acabado el trabajo tan pronto, y regresamos hacia la desembocadura, dejando atrás antílopes, aves nocturnas en busca de pescado fresco e incluso una preciosa gineta que miraba con cierto pesar como un conejo pastaba tranquilo justo en la orilla de enfrente.

Ha habido gente que me ha preguntado si no hay nada malo que contar, que parece que todo lo que me pasa es idílico. Es cierto que no puedo decir que me haya ocurrido nada especialmente malo, pero también es verdad que hay detalles que omito por no quitar magia a los momentos. Uno de esos detalles de esa noche podría ser, por ejemplo, el hecho de que, aún a pesar de dejar el coche vació, después de descargar y echar el barco al agua, tuvimos que subirlo carretera arriba unos pocos cientos de metros hasta una calle algo más transitada para evitar la aparentemente más que segura rotura de vidrios en busca de algo de valor. A la vuelta, mis dos acompañantes subieron a buscar el coche mientras yo me quedaba en la orilla con el barco. No había absolutamente nadie allí a esa hora, pero eso es precisamente lo que puede hacer que esos lugares sean más problemáticos. Es algo a lo que aún se me hace difícil acostumbrarme, y que sin duda limita bastante la libertad con la que podría disfrutarse de estos lugares. 
Tampoco fue positivo no poder llevar la cámara conmigo porque no hay nada en el barco que esté a salvo del agua, ni que no haya internet en casi ningún sitio en esta ciudad y tenga que venir a la universidad, bajo la lluvia (¿empezará ya el otoño del que todo el mundo se queja aquí?) para colgar esta entrada.

Pero, de verdad, ¿qué historia preferís? ¿la del tigre de Bengala o la de la compañía de seguros?
En cualquier caso, las buenas historias siempren compensan y hacen olvidar las malas.

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