Llevo sin escribir aquí más días de
los que me gustaría, no tanto por falta de ganas como por falta
de tiempo. Y como las últimas entradas han sido más para ir
contando lo que voy aprendiendo del país en el que vivo y no para hablar sobre mí, voy a cambiar ahora de tercio. Al fin y al
cabo esta bitácora fue creada con la idea de contar mis experiencias en Sudáfrica. Que he venido aquí a hablar de mi libro aún no escrito.
Es cierto que mis experiencias no
habían sido especialmente intensas hasta la fecha, en parte porque
le estoy dedicando al trabajo más tiempo de lo que acostumbro, y en
parte también porque el hecho de haber estado antes en el sur de África hace
que me sorprenda menos de lo que me rodea- a pesar de que en realidad
muchos aspectos cotidianos de Sudáfrica, aún siendo un país poco
“africano”, puedan parecen algo chocantes a quienes venimos de
Europa-.
Pero precisamente gracias a mi
trabajo tengo algo nuevo que contar (y seguro que será el mismo trabajo el motivo de futuras aventuras). Mi labor aquí, en la
universidad, consiste en estudiar la condición nutricional de las
larvas de cierta especie de pez que sólo se da en los estuarios del
sur de África (Gilchristella aestuaria),
y relacionar su estado de salud con la calidad (contenido
energético) y cantidad de alimento (plancton) disponible. De esta
forma se podrían llegar a establecer prioridades a la
hora de proteger unos estuarios con mayor urgencia que otros.
Los primeros meses
tengo que dedicarlos a diseñar y testar una metodología que sea adecuada
para evaluar el estado nutricional de estas larvas. El primer paso,
más allá del ordenador, consiste en salir a capturar estas larvas en
los estuarios Y a eso me he dedicado la última semana y media.
Sorprendentemente,
el primer estuario en el que muestreamos, donde con más facilidad
esperábamos capturar larvas, no fue nada fructífero (de hecho
capturamos un total de 8 larvas, y necesitamos casi 1000 por estuario). Los
siguientes días, ya en otros estuarios, la cosa fue mejorando.
Teníamos ya todas
las larvas que necesitábamos de uno de los estuarios, y a la noche
siguiente (el pasado jueves) teníamos que capturarlas en otro, el del
río Kariega. Según mi jefa, el escaso aporte de agua dulce en este
estuario iba a hacer difícil encontrar larvas, así que nos habíamos
mentalizado (y preparado una buena caja de perritos calientes
caseros) para estar toda la noche muestreando, si hacía falta. Pero
resultó ser el muestreo más rápido y fácil de todos lo que
habíamos hecho hasta el momento.
Y no sólo conseguí
todas las larvas que necesitaba para empezar mis análisis, sino que
pude descubrir uno de los paisajes más fascinantes que he visto en
Sudáfrica. Toda parecía estar en sintonía para hacer de esa noche
un gran recuerdo. Lanzamos el barco al agua, cerca de la boca del
estuario, con la marea alta y los colores marinos tomando posesión
del estuario, con el sol ya bajo y la luna llena asomando, y
empezamos a remontar el estuario en busca de agua dulce. Fue uno de esos momentos en los que sufro de síndrome de Stendhal, pero en naturaleza viva, con palpitaciones, taquicardias, ansiedad al pensar que ese momento en ese lugar no durará siempre e incluso algo que no sé si eran lágrimas, o el río que me salpicaba en la cara.
El reflejo de la
luna nos marcaba el rumbo a través de los meandros de agua verde
oscura, que resultaba cálida al salpicarme en las manos y la cara
cuando aceleraba el barco. Las vegetación de las orillas, tan
frondosa que hacía imposible desembarcar, se arrojaba sobre el agua,
pero en el último momento parecía arrepentirse y se quedaba
suspendida a unos centímetros de la superficie.
Ya estaba todo lo
oscuro que la luz de la luna permitía cuando empezamos a muestrear,
y en unas dos horas ya teníamos a bordo todas las larvas que íbamos
a necesitar, así que apagamos el motor y, mientras recogíamos las
larvas de menos de 2.5 centímetros, una a una, nos dejamos llevar
hasta ser detenidos por las ramas que asomaban en la orilla.
Las tres personas
que estábamos en el barco concentrábamos nuestra mirada y nuestros
respectivos frontales en la bandeja con las muestras, mientras
escuchábamos los sonidos que nos regalaba el lugar. Las aves
peleando por un buen sitio para dormir, los hipopótamos bostezando,
las hienas contando sus últimos chistes antes de salir de caza, y
los elefantes dejando claro que no querían ser molestados. A medida
que los sonidos se hacían más frecuentes, fuimos tomando conciencia
de que estar a un metro de la orilla sin poder saber qué había
exactamente detrás de la vegetación, y sabiendo que los leopardos
son aficionados a los antílopes que bajan a beber agua, no era la
idea más sensata, así que terminamos todo lo rápido que pudimos,
echando cada vez más vistazos con las linternas hacia las ramas, y
volvimos a encender el motor.
Después
de romper ese maravilloso silencio salvaje que nos había rodeado esa
tarde, recorrimos algo más el río, hasta donde las rocas nos
dejaron (rocas que marcaban el principio del territorio de
los hipopótamos), contentos de haber acabado el trabajo tan pronto,
y regresamos hacia la desembocadura, dejando atrás antílopes, aves
nocturnas en busca de pescado fresco e incluso una preciosa gineta que
miraba con cierto pesar como un conejo pastaba tranquilo justo en la
orilla de enfrente.
Ha habido gente que
me ha preguntado si no hay nada malo que contar, que parece que todo
lo que me pasa es idílico. Es cierto que no puedo decir que me haya
ocurrido nada especialmente malo, pero también es verdad que hay
detalles que omito por no quitar magia a los momentos. Uno de esos
detalles de esa noche podría ser, por ejemplo, el hecho de que, aún
a pesar de dejar el coche vació, después de descargar y echar el
barco al agua, tuvimos que subirlo carretera arriba unos pocos
cientos de metros hasta una calle algo más transitada para evitar la
aparentemente más que segura rotura de vidrios en busca de algo de
valor. A la vuelta, mis dos acompañantes subieron a buscar el coche mientras yo me quedaba en la orilla con el barco. No había
absolutamente nadie allí a esa hora, pero eso es precisamente lo que
puede hacer que esos lugares sean más problemáticos. Es algo a lo
que aún se me hace difícil acostumbrarme, y que sin duda limita
bastante la libertad con la que podría disfrutarse de estos lugares.
Tampoco fue positivo no poder llevar la cámara conmigo porque no hay nada en el barco que esté a salvo del agua, ni que no haya internet en casi ningún sitio en esta ciudad y tenga que venir a la universidad, bajo la lluvia (¿empezará ya el otoño del que todo el mundo se queja aquí?) para colgar esta entrada.
Pero, de verdad, ¿qué historia preferís? ¿la del tigre de Bengala o la de la compañía de seguros?
En cualquier caso, las buenas historias siempren compensan y hacen olvidar las malas.
Pero, de verdad, ¿qué historia preferís? ¿la del tigre de Bengala o la de la compañía de seguros?
En cualquier caso, las buenas historias siempren compensan y hacen olvidar las malas.
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